La construcción de la propia tragedia


Por Mercedes Alegre 

Los policías no me creen, o piensan que estoy loco. Sin embargo, ¿cómo pretender o esperar de ellos sensibilidad artística? Mis compañeros me dejan tranquilo, no sé si por admiración o es una reacción de miedo, pero me alivia. Los posibles conflictos era lo único que me tenía preocupado.
Ojalá que cuando me trasladen sea a un lugar con una amplia biblioteca, donde pueda disponer de papel en abundancia y lápices. No voy a mentir, por supuesto que la comodidad de una computadora sería mucho mejor, pero tampoco me hago ilusiones, sé bien adónde voy. Poseo una máquina pero no creo que nadie me la traiga, ni sé si me dejarán tenerla. Tendría que preguntarle a mi abogado… Pero, de hecho, con lápiz y papel va a estar bien, no soy tan pretencioso. Supongo que luego alguien se encargará de pasar en limpio los manuscritos y llevarlos a la editorial. No va ser necesario que sea yo quien se encargue de este menester personalmente.
La muerte por tuberculosis de la esposa de Edgar Allan Poe fue un hecho muy traumático para el escritor. Esta pérdida, sumada a su condición de huérfano, puede haber alimentado su sensación de soledad y haberlo hundido en el alcoholismo.
Franz Kafka trabajó años como vendedor de seguros. Si bien esta situación no implica la muerte de seres queridos ni la dolorosa devastación de enfermedades mortales, les aseguro que someterse al trabajo oficinesco y soportar la burocracia puede configurar una tragedia penosa para una mente creativa. Kafka soportó durante años insomnio y dolores de cabeza, hasta su temprana muerte.  
Algunos grandes narradores fueron atormentados por patologías físicas, como la epilepsia en el caso de Gustave Flaubert y Fiódor Dostoyevski. Y otros, como Ernest Hemingway, Virginia Woolf y Truman Capote, fueron amenazados por la sombra de la depresión hasta ser empujados a quitarse la vida.
Yendo a otra rama artística, que también requiere un espíritu abierto y una mente inquieta para canalizar la inspiración, encontramos a Edvard Munch diagnosticado como esquizofrénico, a Vincent van Gogh alterado por una mente trastornada y a Frida Kahlo perseguida por sus dolores físicos.

En mi caso, era evidente que la vida había decidido no beneficiarme ni sorprenderme. Convencido de mi vocación puedo afirmar que esperé años a que el destino tomara las riendas del asunto, y así las vicisitudes interrumpieran el cotidiano transcurrir y el infortunio se apoderara del cauce de los acontecimientos.
La tristeza y la desgracia son acuciantes poderosas para la inspiración artística. Basta repasar las biografías de aquellos que han logrado alcanzar la trascendencia con sus obras e inscribirse en la inmortalidad para comprender que la creación es una respuesta – muchas veces una réplica necesaria – a la aflicción. Las más logradas invenciones se forjaron en la enfermedad, al frío de la soledad o en la inmersión del duelo. Los sonetos más refinados le cantan al desamor, la literatura describe el infierno, se alimenta de la enajenación y hurga en el padecimiento con el propósito de alcanzar la autenticidad.
Soy el principal testigo de lo que expongo. A pesar de la perseverancia y la dedicación, en tiempos de bonanza no era capaz de producir más que textos mediocres, inexpresivos y sin vuelo poético alguno. Las ideas parecían fluir en mi mente fermentada pero era incapaz de darles forma, ordenarlas y traducirlas en palabras. El miedo por la página en blanco se combinaba con la furia provocada por la frustración, y mis intentos literarios acababan cada vez con mayor frecuencia en episodios de rabia. Esta desolación era contrastada por la armonía y la cordialidad que me rodeaban, por lo que tampoco podía asirme a ella para alimentar mis ansias de escritura.
Cansado de aguardar a que el destino hiciera lo suyo es que me propuse impulsar por mi cuenta los hechos, pues reparé que en la espera de la desgracia se me podía ir la vida. Decidí aferrarme a la vocación literaria y abocarme a la construcción de mi propia tragedia.
El primero fue mi hermano mayor. Fue fácil pues estaba durmiendo en la pieza al lado de la mía. Cometí con él un error de principiante eso sí. Apoyé el caño de la escopeta contra su cráneo y la fuerte detonación embadurnó la pared de sangre y masa encefálica, manchándome los brazos y la cara.
El disparo hizo levantar a mi padre de la cama. Lo esperé en la oscuridad del dormitorio y cuando su figura se recortó contra el marco de la puerta, sin darle tiempo a que sus ojos se acostumbraran a la falta de luz, le espeté dos tiros en el pecho. Quedó prácticamente partido en dos por la fortaleza de los disparos.
A mi madre la encontré corriendo por el pasillo con el celular en la mano. No sé si alcanzó a reconocerme, cubierto como estaba de sangre y diminutos jirones de carne. La bala la alcanzó en la cabeza ni bien comenzaba a bajar la escalera y la empujó por los escalones.
Luego entré en el dormitorio de mi abuela. La anciana dormía sin enterarse del bullicio, con el audífono depositado sobre la mesa de luz. Al igual que a mi hermano, la maté sin que se despertara.
Realicé bien el cálculo temporal porque antes de que llegara la policía, entró mi hermana a la casa. Siempre llegaba a esa hora al terminar la guardia del hospital. Todavía tenía su uniforme puesto. La intercepté ni bien cruzó la puerta. Creo que fue la única que me reconoció, pues antes de pegarle un tiro vi en sus ojos una mezcla de sorpresa y desconcierto.
No sé si mi obra literaria recibirá en el futuro el premio Nobel, pues después de todo es una distinción empañada por tintes políticos y merecimientos pocos claros. Aspiro, eso sí, a su más digno reemplazante: el premio Cervantes, el galardón más importante en lengua castellana. Pero veremos, ya habrá tiempo para las condecoraciones. 

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