Percibir
el terror como una amenaza exterior que nos hace estremecer del miedo. Tal vez
sea una de las sensaciones más completas y extremas por la que atravesamos en
la vida, al igual que sus efectos: tornando pálido nuestra cara, acelerando
nuestra respiración, haciendo recorrer el sudor y el frio por todo el cuerpo,
especialmente en las palmas de las manos, y aflojando nuestras piernas. Inevitablemente
dejándonos postrados en un ciclo como espectadores.
Pero
lo más enigmático pasa dentro nuestro, en la mente, totalmente perdida en
nuestro miedo. Ni la razón puede evitarlo ni dejarlo de lado; nuestra mente
simplemente se ve atrapada en los confines que nuestra amenaza delimita.
Sin
embargo, el terror es más que una reacción afectiva o perturbación del ánimo,
es una manera de vivir, el rigor se encuentra latente en cada persona, es la
razón por la cual no pasas tiempos en lugares cerrados o nos exponemos a
ciertas situaciones.
El
terror se oculta en todos lados, y a la vez en el lugar donde menos se lo
busca: nuestra mente, la de cada persona, cuando siente el terror, se no hace
difícil reconocer que somos quienes añadimos los factores más dramáticos para
potenciar a nuestros miedos enfermizos, pues sin ellos no habría terror.
Pero
aunque sea por un segundo, nos gusta imaginarnos, nos gusta mentirnos, y por qué
no habría alivio al prender la luz, ver a nuestras espaldas que no hay nadie.
Por
eso vemos el terror en caras horribles, monstruos y espectros. El terror
también es la recopilación de que no llegamos a entender y por lo tanto [“La
muerte viaja en una Olivetti” de Miguel Molfino] el terror llega a cubrir toda
naturaleza sólo cambiando de apariencia a nuestro ojo, siendo un papel en
blanco al cual nosotros terminamos de dar los matices que no dan miedo.
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