Mercedes Alegre
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Acodado en la barra de “El Neptuno” espero el fin del mundo junto a cuatro parroquianos más y Enzo, el dueño del bar. Algunos decidieron huir de la ciudad, pero ¿hacia dónde escapar cuando no hay adónde ir?
Luego de tantos abusos cometidos contra la naturaleza, el
fin no llegará producto del efecto invernadero, el agujero de ozono o la
contaminación, sino a raíz de una serie de violentos y encadenados terremotos y
maremotos que sacudirán cada segmento de la superficie terrestre. Los
científicos aseguran que este descontrolado movimiento geológico era
imprevisible y que no se encuentra ligado al deterioro del medio ambiente, pero
es difícil no pensar irónicamente que la tierra se sacude y abre grietas para
tragar lo que está sobre ella. No soy una fundamentalista protectora de la
naturaleza, pero en un momento así una reflexión semejante es inevitable.
Así como es ineludible estancarse en la contemplación
retrospectiva de la propia vida, detenerse en balances y que afloren reproches
y deseos incumplidos. En un esfuerzo de sinceridad, debo reconocer que las
cuestiones pendientes que hubiera querido concretar no las podría realizar aún
si me quedaran años por delante en vez de contadas horas.
La rutina del trabajo se tragó una vida dedicada a la
escritura de manera profesional, los traumas familiares desgastaron las pocas
relaciones duraderas que alguna vez mantuve, el paso del tiempo anuló la
posibilidad del nacimiento de un hijo y el azar y las frustraciones cotidianas opacaron
en muchas ocasiones las satisfacciones nacidas de las cosas simples. Un
recuento triste, patético, exiguo de triunfos y gratificaciones, acorde con el
destino que vamos a enfrentar. Terminaremos enterrados, sepultados bajo las
ruinas de lo que fue, arrasados por el caos producto de la destrucción.
Los pocos que estamos en el bar miramos fijamente las
imágenes que todavía reproduce el noticiero local. Algunas de las señales
internacionales ya han desaparecido, pero estos conductores siguen en su
puesto.
Las escazas y repetidas imágenes muestran calles con el
asfalto partido, cubiertas de escombros y restos de muebles. Los edificios
derrumbados se alternan con autos aplastados y bultos que se adivinan humanos.
No sé si es que estamos estupefactos, incrédulos o
simplemente ya anestesiados ante las malas noticias, pero los concurrentes de “El
Neptuno” no mostramos gran consternación ni desesperación ante las
circunstancias. Capaz recién cuando sintamos vibrar el suelo bajo nuestros pies
caeremos en la cuenta de la verosimilitud del relato mediático.
Las caras congregadas alrededor de la barra son viejas
conocidas. Almas perdidas habitués del bar y amigas de Enzo a fuerza de costumbre
y consumo de alcohol. Supongo que el bar que fue punto de encuentro para los
momentos de ocio, alegrías o tristezas, no podía evitar volverse un espacio de
reunión ante el apocalipsis. ¿Quién quiere quedarse en casa cuando se viene el
fin del mundo?
En un extremo están sentados Juan Martín y Malena, novios
desde antes de que Enzo abriera “El Neptuno”. Con las manos entrelazadas, sólo
se sueltan de tanto en tanto para sorber el vino de sus respectivos vasos.
A su lado está ubicado Daniel, amigo de la secundaria de
Enzo y socio simbólico del bar. Es
aquel que en las noches concurridas da una mano atendiendo las mesas,
acarreando hielo y cajones o posicionado tras la caja, y es el único que
dispone del derecho de cambiar la música y tomar gratis.
Luego viene mi taburete. A mi derecha se encuentra Delphine,
una pintora veterana, sobreviviente del mayo francés y de los setentas
argentinos. Es la única que no mira la pantalla, con los ojos de mirada perdida
fijos en el reloj aspira su cigarrillo Slim. Y frente a nosotros está Enzo,
parapetado como de costumbre tras la barra.
En la televisión comienzan a difundir una lista de
productos, elaborada por supuestos especialistas, que contiene elementos de
supervivencia para acarrear con uno en estos tiempos de zozobra. El listado
incluye cosas básicas como bidones de agua mineral, latas de conserva, un
botiquín de primeros auxilios, una linterna, pilas… Nada dicen respecto de
armas de fuego, pero al parecer lo más previsores las han incluido, pues las
noticias giran también alrededor de saqueos que sufren supermercados y
armerías.
Los sobrevivientes tendrán que idear una forma de
organización adaptada a la falta de luz eléctrica y agua potable, a la amenaza
de pestes y comida envasada. Deberán discernir los límites del delito y la
justicia en un mundo sin comisarías ni penitenciarías.
Enzo, esgrimiendo el derecho natural que otorga ser el
dueño del lugar, baja el volumen del televisor y acciona los parlantes desde la
computadora. El bar se llena con la música de The Doors y su Light My Fire, canción
que –como sabemos los que conocemos bien a Enzo– pone cuando lo muerde la
melancolía. El contexto parece tergiversar la letra y, en vez de hablar de sexo
y drogas, anunciar el fuego del infierno por venir.
El noticiero advierte que según los cálculos científicos
el terremoto correspondiente a este punto del planeta se desencadenará recién
dentro de tres horas, cuando nos golpee la onda expansiva que viene cruzando la
cordillera. Tres horas aún. Me conviene pedirle a Enzo otra cerveza.
Merce. Lo tuyo es muy bueno, la tenés clara: hay pluma, hay estilo, hay historia. S. King habla de "tres arquitecturas narrativas": la narración (propiamente dicha), la descripción y el diálogo. Bien, ahora solamente tenés que escribir una novelita....
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