Ramón Gustavo Gómez |
Él era un investigador de crematorios antiguos. Todo el camino contó sus últimos descubrimientos en la Isla Martín García. Fuimos al antiguo crematorio de la Isla, su fachada romanesca daba a la entrada un aspecto tétrico.
Entre fotos, preguntas y respuestas, le muestran un antiguo
libro que se conserva en una caja de cristal. De tapa dura forrada en tela, su
lomo sufre signos de humedad. Se indica cómo sobre los anchos márgenes un
anónimo leproso escribió sus padecimientos. Todos observábamos cómo salivaba su
dedo índice para hojearlo, sin saber que un extraño virus esperaba por él en una
pequeña partícula del papel.
Luego, su aspecto cambió terriblemente; de su rostro
se desprendían pedazos de piel.
Yo sólo atino a salir corriendo y alcanzo a tomar la
mochila del baúl.
En cosa de minutos, la isla se encontraba infectada
en su totalidad y el aire, contaminado. Me pongo la máscara, me rocío con el
producto antivirus. Cuerpos tendidos en la
costa, en las calles. ¿Cómo salir del lugar?, pienso. Las agujas del tanque de nafta muestran lleno, ¿me dejará llegar?
¿Podré dar aviso a la caminera?, ¡no lo sé! Tengo la garganta seca. Comienzo
a ver a la botella de agua como un tesoro
preciado.
Logro escapar de aquel infierno. Las autoridades
dinamitan los accesos. Ya nadie puede llegar al lugar maldito. Siempre me acuerdo de aquel libro.
Hoy, mientras me duchaba, pude observar a través del espejo unas pequeñas
manchas en mi espalda.
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